La
lectura, para quien la inicia voluntariamente, marca un antes y un después en
su vida. Yo, como lectora empedernida desde que era niña no puedo más que
aconsejarla como desahogo, escapatoria, afición, y cualquier calificativo que
haga referencia a la liberación del alma.
Durante
un tiempo fui recogiendo títulos y autores en mis estanterías. Pasados unos años, el verbo recoger fue
sustituido por apilar para actualmente pasar a esconder. Para explicarme mejor,
con esconder me refiero a libros metidos en cajas debajo de la cama e incluso
en el armario, todo esto, para poder tener un pequeño espacio vital en mi
habitación.
Hace
unos días, me puse a ojear esos títulos que tenía en el olvido. Repasé notas al
margen y palabras con su significado escrito en la letra ilegible de una niña
de doce años, para darme cuenta así de que esas buenas costumbres quedaron
donde esos libros, en cajas escondidas.
Pasó
un rato hasta que sentí que esos libros ya no me pertenecían. Eran historias
que me habían hecho vivir momentos mágicos e inolvidables con cada uno de sus
personajes y en cada una de sus páginas pero cada historia tiene su momento,
cada personaje una edad, y cada situación un momento en tu vida. Sin pensarlo
dos veces, hice una recopilación de aquellos que más me había marcado en mi
niñez y adolescencia.
Aparecieron
títulos como “Algún día cuando pueda llevarte a Varsovia” de Lorenzo Silva, el cual me hizo comprender
a la difícil edad de quince años que no todos los adolescentes gozamos de la
misma suerte en la vida. No quedando satisfecha con este y ávida de más no
tardé ni quince días en hacerme con el siguiente libro de la saga (datos que sé
por mis anotaciones en dichos libros), “La lluvia de París”, que me
teletransportó a una ciudad maravillosa que no conocía y aún hoy no conozco,
pero que gracias a Lorenzo Silva la tengo en mi mente como si la hubiese
recorrido día tras día junto a su protagonista.
Así,
durante más de una hora, logré reunir una veintena de libros, y sin pensarlo
dos veces (para no arrepentirme), los metí en bolsas y me dirigí a la
biblioteca pública más cercana para hacer mi pequeña aportación. Creo que
aunque tuve que hacer un gran esfuerzo, posteriormente me sentí satisfecha.
El
saber que aquellos libros que lograron hacerme comprender, sonreír, llorar e
incluso aleccionarme en el arduo camino de la vida podrán hacerlo con otras
personas, me produce una satisfacción más que compensatoria.
Por
eso insto a todos a “reciclar” sus libros, a donar sentimientos, sonrisas,
lágrimas y lecciones de vida, porque no hay mejor recuerdo que la amistad de un
libro, corta pero intensa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario